París, 1840 – Giverny, 1926
Impresionismo
- El impresionismo
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Los veranos del Monet quinceañero los disfrutaba caminando días enteros por la playa, las rocas, contemplando el mar y dibujando con buena mano caricaturas de las fuerzas vivas de la localidad. Posteriormente, entabla amistad con el pintor Eugéne Boudin, determinante en su evolución posterior. Este pintor especializado en primorosos paisajes al pastel lleva a Monet en sus excursiones al mar y la playa y lo inicia en la técnica, entonces novedosa, de la pintura al aire libre.
«Si me he convertido en pintor se lo debo a Boudin. Boudin, en su inmensa bondad, se encargó de mi instrucción. Poco a poco se fueron abriendo mis ojos, comprendía realmente la naturaleza y, al mismo tiempo, empecé a amarla«.
De Boudin aprendió que todo cuanto se pinta directamente ante el motivo contiene una fuerza y viveza de pincelada inalcanzables en el estudio.
Tras un corto servicio militar en Argelia, del que regresa enfermo de tifus, conoce, durante unas vacaciones de recuperación en Le Havre, al pintor holandés Johan Barthold Jongkind, cuyos paisajes soleados y ejecutados con pinceladas relajadas hacían de él un precursor inmediato de impresionismo, se había convertido desde el primer momento en el «verdadero maestro» de Monet, como el artista recordaría más tarde:
«A él le le debo la educación definitiva de mis ojos».
En 1962 la familia le envía a París pero con la condición de que si desea ser pintor, lo haga del modo generalmente reconocido: en la «Ecole des Beaux Arts». Pero a Monet no le interesan los pintores de moda de la academia. Entra en el taller de Charles Gleyre, un pintor que deja un amplio espacio de libertad a sus alumnos y los estimula a buscar su propio estilo. Allí conocerá a otros jóvenes pintores como Frédéric Bazille, Alfred Silsley y Pierre -Auguste Renoir.
Quedará fascinado por la calidad pictórica del Manet. Tras ver en 1863 los primeros cuadros, su propia paleta se hizo visiblemente más clara. Junto con otros tantos jóvenes pintores del momento (Renoir, Pisarro, Cézanne o Degas) solían reunirse en el Café de Guerbois en París, en torno a la figura de este pintor, Edouard Manet (reconocido por la influencia que ejerció sobre los iniciadores del impresionismo), a fijar sus ideas sobre pintura y los caminos que plástica y artísticamente convenía seguir.
En 1874 se da a conocer por primera vez el movimiento impresionista, mediante una exposición de estos pintores en el estudio del fotógrafo Nadar. La exposición no fue precisamente un éxito de público. Pero sí se obtiene el nombre del grupo bajo el que en el futuro se resumirá la dirección común de los integrantes: «Exposición de los impresionistas» es el título bajo el que el escritor y paisajista Louis Leroy publica en su revista satírica «Charivari» la destructiva crítica de la exposición, valiéndose para ello del título de la pieza de Monet «Impresión: sol naciente«.
Monet ha representado en la Impresión, con una fina capa de color, su impresión del puerto Le Havre, poniendo con pocas y atrevidas pinceladas los reflejos naranja del sol sobre los tonos grises frecuentemente quebrados. Aun cuando los contornos de los mástiles y chimeneas desaparezcan en la niebla, conforman, sin embargo una estructura gráfica, una composición de líneas verticales y diagonales que estructuran y avivan las superficies. La pincelada suelta, el carácter de boceto mediante el cual ha sido reproducida con tanta espontaneidad la percepción del instante, resulta chocante y escandaloso para el público, que considera el cuadro burdo y fuera de lugar.
La definición «Impresionistas» del grupo, en un principio sarcástica, no tarda en ser aceptada, y ya pocos días después del artículo en «Charivari», un crítico que aprecia a los jóvenes pintores escribe:
«Para caracterizar sus intenciones con una palabra, hubo que crear el nuevo concepto de impresionistas. Sin impresionistas en el sentido de que no reproducen un paisaje, sino la impresión que suscita«.
Y es que los jóvenes pintores relacionados con el impresionismo defendían la pintura al aire libre frente al trabajo en el estudio, lo que les obligaba a una rápida ejecución y a la utilización de pequeños formatos para conseguir la impresión de un momento fugaz e irrepetible. Rechazaron el color negro y el modelado. Las sombras siempre eran de colores, la pincelada suelta, los contornos de las imágenes no los proporcionaban las líneas sino el color, es más, los objetos quedaban plasmados en función de la luz y del ambiente que modificaban tanto su forma como su color. No abandonaron la perspectiva tradicional, aunque la modificaron con nuevos procedimientos que introducían insólitas alteraciones significativas.
Exploraron, igualmente, los temas cotidianos y los banales: escenas de café, urbanas, nocturnas, paisajes o bodegones o simples anécdotas de la vida moderna. Con frecuencia varios pintores, como es el caso de Monet, realizaban series sobre un mismo objetivo iluminado a diferentes horas del día. Este fue el camino que posibilito el ensimismamiento en los problemas formales, espaciales y de color que tendrían importantes consecuencias para el arte posterior.
Uno de los objetivos de Monet era fijar la inmediatez de la sensación visual. Para ello escogió los motivos acuáticos, pintando a las orillas del Sena y en Argenteuil -donde instalaría su estudio en una simple barca- para reflejar los efectos de la luz sobre el agua.
Para Monet, el color será el protagonista indiscutible. La línea se ha disuelto a favor de la mancha, de las pinceladas cortas y energicas que yuxtaponen los colores según las leyes de la simultaneidad. Los autores y los reflejos son tratados con la misma contundencia. La solidez del reflejo expresa nuestra forma de percibir; la sensación visual sin ningún tipo de ordenación intelectual nos dice que el color del reflejo es tan sólido como el objeto mismo.
Su preocupación por las variaciones luminosas según la hora del día le lleva a ejecutar, como hemos mencionado anteriormente, varios cuadros simultáneamente sobre el mismo motivo: «La catedral de Rouen«, donde al igual que ocurre en «Las ninfeas» y en «Estudios de agua», las formas parecen disolverse totalmente en un torbellino de colores y efectos cromáticos que parecen anunciar el espíritu abstracto.
Económicamente independiente desde mediados de los ochenta gracias a ventas regulares, en 1890 construye un hogar para la familia y crea un paraíso para sí mismo: el jardín de Giverny.
Monet irá amalgamándose con su jardín, que acaba convirtiéndose en parte de su cuerpo, de su alma y, lo más importante para él, de sus ojos. El jardín bajo la luz del sol es para él el elixir de la vida. Monet no es, sin embargo, un pintor de flores, nunca reproducirá la forma de las flores o plantas concretas. Busca el efecto de conjunto, la impresión general. Las flores son para él reflectores de la luz y una fiesta para los ojos. Era un materialista de la luz.
Al final de esta larga vida de pintor surgen cuadros de una energía descomunal, cuadros que hablan de una vitalidad inquebrantable, inagotable: como si el pintor que ayudó a la pintura a liberarse del rígido eclecticismo de las academias, y enseñó a artistas y público a mirar; como si este Prometeo, que creó el fuego de la modernidad a partir de las chispas de la pintura al aire libre, quisiera terminar en sus cuadros la modernidad con sus propias manos.
En sus últimos años destruyó por cuenta propia varias de sus pinturas, ya que no quería que sus obras aún sin terminar, bocetos, borradores, entraran en el mercado del arte, como en efecto ocurrió después de su muerte.
La energía que tuvo en su vida y su arte se fueron consumiendo con elevadas llamas en la incandescencia y calor de un momento para desaparecer bruscamente el 5 de diciembre de 1926, fecha en la que morira a la edad de 86 años en el que fue su último y más bello refugio, Giverny.